JESÚS MANUEL GARCÍA. Cuando observamos un edificio románico una de las primeras sensaciones que nos envuelven es la de belleza, armonía, proporcionalidad, y adecuación cuasi perfecta cuando no sublime, del edificio al entorno paisajístico donde se halla. ¿Cuántas iglesias románicas hemos visto que provocan sensaciones tales por su engranaje entre la campiña, en el fondo de un valle, en la falda de una montaña o en la meseta castellana? Vale esto también para los templos del citado estilo que perviven en los centros históricos de muchas ciudades. También destilan armonía, dulce equilibrio que no es más que el fruto de la sencillez cargada de mensaje espiritual que manifiestan estos nobles inmuebles.
Al románico se le denomina el primer estilo artístico europeo, internacional. Es preciso detectar de qué manera los constructores de aquel entonces manejaban la sabiduría de la arquitectura sagrada para transmitir una onda que pusiese en conexión al hombre de entonces con la divinidad.
Cuando decimos que el interior del templo medieval, en este caso románico, es un microcosmos o también que representa, que envuelve al hombre en una cosmología, estamos significando que la función del templo es precisamente introducirnos en un universo en el que se reproduce lo terrenal y lo divino. El templo sigue una orientación que se corresponde con las direcciones del cosmos. La cabecera de la cruz que forma la planta se ubica al Este, por donde sale el sol, que a lo largo del día va iluminando el misterioso interior hasta que, al atardecer, el astro rey derrama su luz a través del rosetón occidental, a los pies del templo.
Lo terrenal suele representarse con líneas rectas, con la figura del cuadrado, por ejemplo. El cielo, lugar de lo divino, se representa con el círculo o con el semicírculo. Líneas rectas (pilares) y curvas (arcos de medio punto para bóvedas, puertas y vanos). Conjunción de lo caduco y lo infinito.
Jaime Cobreros pone el acento en un detalle hermoso que es propio del estilo románico cuando señala que al colocar el semicírculo sobre las dos columnas o líneas rectas, se produce un equilibrio, una armonía entre cielo y tierra que el arquitecto románico supo interpretar de un modo tan sencillo como maravilloso, cuando juega con el centro invisible de la línea imaginaria que discurre bajo el semicírculo, entre ambas columnas. En su justo centro, que no se ve si no se dibuja, radica el punto medio de dicha línea invisible. Es el centro necesario, aunque invisible, de la circunferencia de la que forma parte el arco de esa bóveda o de esa puerta. Un punto de equilibrio que está pero que no vemos. He ahí el símbolo de Dios en la arquitectura románica. Invisible pero fundamental para mantener ese equilibro entre cielo y tierra. Esta puede ser la idea base de un edificio, insistimos, románico, mucho más espiritual que los que surgieron años después, ya bajo el estilo gótico.
En el templo románico se considera que Dios está allí presente, por eso el templo se vuelve algo así como el centro del mundo, en consonancia con el universo en el que es posible que el fiel se ponga en sintonía con el Altísimo. Decía Tomás de Aquino que lo bello consiste en una cierta claridad y en una cierta proporción. Detrás de las nobles piedras de una iglesia románica hay mucha filosofía aristotélica, en la que bebían los autores de estas maravillas de nuestro patrimonio. No nos detendremos aquí en la función simbólica más completa del templo medieval, como la concebía Honorio de Autum, quedándonos, para finalizar, con estas sus palabras: “De estas piedras, unas sostienen a las otras, como los apóstoles, otras sostienen y son sostenidas, como los doctores, otras son sostenidas, como los ignorantes; cuanto más excelentes son esas piedras, más elevan el edificio con su humildad. A todas ellas las entrelaza la piedra angular en la unidad de la fe y en la argamasa de la caridad. El mortero consta de cal, agua y arena. La cal es el fervor de la caridad, el agua el Espíritu Santo; con ambas se mezcla la arena«.
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