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Veinticuatro sentencias medievales para tratar de definir a Dios

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El círculo sirvió al hombre para representar el cielo, los ciclos celestes. Simboliza armonía. Fue Plotino quien preguntó por qué se movía el cielo con movimiento circular, a lo que respondía diciendo porque imitaba la Inteligencia. El círculo simboliza también el tiempo, como hacían los babilonios, o los indios de América del Norte. En la arquitectura religiosa, lo empezamos a ver en Bizancio. En planta, el circulo precedió a la cúpula. Hay iglesias románicas que imitan el modelo del templo del Santo Sepulcro de Jerusalén, templo circular. El mismo ábside románico se cubre con media esfera. El círculo alude también al soplo de la divinidad. El cuadrado alude a la tierra, al ser humano. Como señalan Chevalier y Gheerbrant, el cuadrado muestra potencia, pensemos en el Libro de Daniel ( 7,1-28), cuando se mencionan los cuatro reyes y las cuatro bestias. Con la llegada de Cristo se quiebra el cuadrado y aparece la cruz. Así, Cristo “coloca su naturaleza humana en el seno de la naturaleza divina y el hombre cuadrado, por el hecho de la encarnación y la redención, se inserta a sí mismo en el círculo”. En el mundo islámico al círculo se le tiene por la forma más perfecta de cuantas hay. Ciertamente el círculo es la representación universal de Dios, del cielo, del alma, también simboliza la protección dentro de sus límites, de ahí su carácter mágico. FOTO: J.M.G.

JESÚS MANUEL GARCÍA. Hoy, nos detendremos en un libro medieval de gran originalidad. En el siglo XII tuvo lugar una reunión en la que 24 filósofos tuvieron como cometido exponer una definición de la divinidad. Tales definiciones fueron construidas con semejante belleza que cautivaron a filósofos posteriores y a grandes maestros de la espiritualidad. Hablamos de El libro de los veinticuatro filósofos. Estamos ante una obra misteriosa de la que sabemos lo dicho, que en el XII esos filósofos dieron 24 definiciones de Dios.

   El texto apareció por primera vez en aquella centuria y fue conservado en 26 códices, aparte de otros diez códices que estaban en inventarios de antiguas bibliotecas pero que se han perdido, como nos dice Paolo Lucentini. Con el paso de los siglos el texto fue variado, es decir, por un lado estaba el texto original, formado por las 24 sentencias y un breve comentario a cada una de ellas; otra versión, que posiblemente se confeccionara en el Oxford del siglo XIV, que incluye un comentario mayor. La tercera versión del texto puede datar de esa misma época y muestra el texto reducido a las sentencias, sin comentario alguno.

   Las 24 sentencias son bellísimas y, al decir de Lucentini, “expresan las condiciones generales que llevan a la mente humana a traducir en conceptos la intuición noética de lo divino, y van seguidas por un comentario discursivo que ilustra la génesis interna de cada sentencia, así como su íntima coherencia teórica”. Acerca de quién fue el autor de este libro, Baeumker señala que fue escrito por un filósofo entre los siglos XII y XIII bajo inspiración en fuentes de tradición platónica.

   Marie Thérèse d’Alverny lo sitúa bajo la misma tradición, en la segunda mitad del XII en el ámbito de influencia de la Escuela de Chartres. Por cómo está escrito, esta autora lo pone en relación con la estructura axiomática del Liber de causis y de los Elementos de geometría de Euclides. Para Lucentini, en cuanto a lo doctrinal, la obra muestra un marcado neoplatonismo “donde se conjugan el emanantismo del Liber de causis, la formulación trinitaria porretana (de Gilbert de la Porrée), por la teología griega y la exaltación de la via remotionis, conocimiento místico negativo de la esencia divina, transmitido al mundo latino por Dionisio Areopagita y por su intérprete carolingio Juan Escoto Eriúgena”. Otro investigador, F. Hudry afirma que este libro de los 24 filósofos sigue el influjo de la teología aristotélica así como de las escuelas filosóficas de Harràn y Alejandría. Kurt Ruh menciona la presencia de fórmulas paganas y coloca la obra en el marco del siglo XII, además de que algunas de las sentencias tienen relación con textos no cristianos y así menciona a pensadores de la Antigüedad como Anaxágoras y Empédocles. En una de las primeras sentencias del libro, concretamente en la segunda, se define a Dios como una esfera infinita con su centro en todas partes y su circunferencia en ninguna. Aquí apreciamos el concepto circular de la divinidad, de la Trinidad. Es una sentencia o frase muy compleja que a lo largo de los siglos provocó diferentes interpretaciones. La sphaera infinita remite a la causa primera, que está por doquier y se halla fuera de la concepción espacial pues se halla supra ubi et extra.

   Lucentini expone que el hecho de que este libro provocase teorías tan diferentes y siga guardando en el misterio su origen, le hace pensar en que quizás el motivo esté en que dicha obra fue diseñada para disimular su verdadera naturaleza, bien empleando metáforas o bien fingiendo un escenario fantástico, es decir, el de un congreso o asamblea con veinticuatro filósofos. ¿Qué sentencias son esas con las que su autor trae de calle a lo largo de tantos siglos a tantos estudiosos? Si bien invitamos al lector a acercarse a este libro medieval, su autor o autores, entre esas sentencias latinas la primera reza así:

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FOTO: V. Escudero

   «Dios es una mónada que engendra una mónada, y refleja en sí mismo una sola llama de amor”. Va acompañada de un comentario, también en latín, que explica que esta sentencia ha sido formulada acorde a la representación de la primera causa, “en tanto que se multiplica numéricamente en sí misma, de modo que el multiplicante sea concebido como el uno, el multiplicado como el dos, y lo que se refleja como el tres. Así ocurre, en cambio, con los números: cada unidad posee un número propio, ya que es reflejada en un número diverso por los demás”.

FOTO: V. Escudero
FOTO: V. Escudero

   Escogemos ahora la sexta sentencia que dice así: “Dios es aquello en comparación con lo cual toda substancia es accidente, y el accidente es nada”. Y el autor la comenta diciendo que está formulada en términos de relación, que el sujeto de ese accidente es una sustancia propia unida a una substancia ajena. Si esta última desaparece, “perece el accidente, es decir, la propiedad agente”. Por ello argumenta que en la relación con la primera causa, “toda substancia es accidente, y el accidente es nada puesto que nada subyace a su substancia como algo ajeno: la substancia divina es como una substancia propia que no se altera”. Para afinar el ingenio. He aquí la sentencia undécima: “Dios se halla por encima del ser, necesario, abundante y suficiente él solo para sí mismo”, que está comentada de esta guisa: Todo ser manifiesta un cumplimiento por lo que por encima suyo “se halla aquel que no está cerrado por nada. Y es necesario, puesto que carece de mal, ya que no se halla limitado más que por posibilidades infinitas. Ni su supraser se halla dividido, pues retorna de sí en sí, ni de nada se halla privado en su totalidad, sino que es superabundante en sí mismo”.

FOTO: V. Escudero.
FOTO: V. Escudero.

   Escogemos por último la sentencia vigésima: “Deus est qui solus sui intellectu vivit”, o sea, “Dios es el único que vive del pensamiento de sí mismo”. El comentario medieval a esta frase es el siguiente, según recoge el libro: “Él no vive como los cuerpos, que reciben en ellos mismos substancias extrañas para convertirlas en su propia naturaleza. Él no vive como los cuerpos supracelestes, que reciben el movimiento de los espíritus, ni vive como las inteligencias, es decir, las almas que son sometidas por la unidad de él. Por el contrario, vive de sí mismo y en el pensamiento de sí mismo, y es supraesencial”.

FOTO: V. Escudero
FOTO: V. Escudero

   Para mayor información y saber más, consultar

El libro de los veinticuatro filósofos, Madrid, Ediciones Siruela, 2000. Edición de Paolo Lucentini.

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