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La riqueza impagable del conocimiento humanístico

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FOTO: J.M.G.

JESÚS MANUEL GARCÍA. Es una delicia ver el buen gusto que tenía Helene Hanff por las obras raras, por los libros antiguos, por esos títulos y volúmenes de siglos atrás, muy dificiles, que no imposibles de encontrar. Ella se fue surtiendo desde que en octubre de 1949 dio en el periódico neoyorkino con un anuncio de la librería londinense Marks & Co. ubicada en el número 84 de la Charing Cross Road de feliz recuerdo por sus librerías. Se interesaba por la Vulgata, por el volumen II de la Vida y Obras de Walter Savage Landor, que contiene los diálogos griegos y los romanos, edición del año 1876. Hanff disponía de la Biblia Grolier que el señor Doel, desde Londres por carta le aconsejaba limpiarla con jabón normal y agua, poniendo un poco de carbonato sódico en medio litro de agua tibia y utilizando una esponja. La escritora neoyorkina fue enriqueciendo su biblioteca con joyas, con poemas, narrativa, ensayos y un sinfín de publicaciones antiguas o descatalogadas que hacían interesante la búsqueda al librero al otro lado del Altlántico, y a ella misma, por el placer de recibir a domicilio lo que parecía imposible. Este es uno de los libros de no ficción que pueden compararse a un rico bombón de chocolate, que endulzan el alma y aportan, a quien lea libros, conocimiento vario.

   No se trata solo de leer libros, que también, sino de apostar por las humanidades, tan denostadas en nuestros días incluso por las autoridades educativas, véase la Filosofía, por poner un ejemplo. Prescindir de estas materias solo provoca pobreza intelectual en el alumno. Hoy se apuesta por las ciencias, que dan beneficio con patentes, proyectos de investigación aplicables a miles de aspectos de nuestra vida moderna. Las humanidades producen menos beneficio económico, que no de conocimiento. Ya Shakespeare en su tiempo imaginaba un reino ajeno a esa ganancia crematística. Su Bassanio insistía en querer y saber ver más allá de lo aparente, pues en la superficie las mentiras se disfrazan como verdad. El envoltorio es llamativo, superficial. Lo que cuenta es lo profundo.

   Fue Aristóteles quien sostuvo que el saber carece de utilidad práctica. Defendía que la cultura había de ser protegida del dinero y del puro beneficio. Decía que el conocimiento en los grados más elevados no era ciencia productiva. El ser humano filosofaba para huir de la ignorancia, no por utilidad alguna. Ovidio manifestaba que las artes inútiles son lo más útil. El filósofo Montaigne estudiaba para divertirse conociendo, por distraerse, no para obtener ganancia económica. Leopardi reivindica la pervivencia del pensamiento, de la literatura, del amor, en fin, de cuantas cosas son consideradas superfluas, pues no alcanza a entender que la meta del conocimiento humano consista en saber política y estadística. Baudelaire se lamentaba de que los jóvenes corrían hacia el comercio con la única finalidad de ganar dinero. Por eso Theóphile Gautier hablaba del arte verdadero como resistencia contra el presente trivial frente a una literatura rendida al beneficio económico.

   Para el hombre de hoy, afirmaba Heidegger, es muy difícil sentir interés por cualquier cosa que no suponga un uso práctico para fines técnicos. Según Ionesco, un país donde no se entiende el arte, donde se desprecian las humanidades, es un territorio de esclavos, de robots, de gente desdichada, sin espíritu. Kakuzo Okakura escribió que el hombre prehistórico, cuando entregó a su amada la primera guirnalda, ese hombre primitivo se elevó sobre la bestia, se humanizó percibiendo la, señala, sutil utilidad de lo inútil, es decir, entró en el reino del arte.

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FOTO: J.M.G.

   A pesar de la que está cayendo, a la enseñanza actual le atañe apartar al estudiante, al ser humano, del utilitarismo para educarlo en el amor e interés por lo bello, pues ya lo señalaba Víctor Hugo en el XIX. Alexis de Tocqueville escribió con acierto que despreciar lo inútil, es decir, las humanidades, el arte… envilece el espíritu y su efecto es trágico porque conduce al hombre a la barbarie. Por eso decía que nutrirse con las obras de los autores de la Antigüedad era muy recomendable por saludable. Para el ruso Herzen cuando la vida se torna en inacabable pugna por conseguir dinero y solo dinero, el ser humano se convierte en un bien más del sistema económico.

   Antonio Gramsci, en el primer tercio de la pasada centuria, decía que eso de estudiar lenguas muertas como el latín o el griego no se hacía para hablarlos en la vida cotidiana como se hace con el inglés o el francés, sino que convenía aprenderlas para conocer de modo directo la civilización de aquellos pueblos, en otras palabras, para conocernos a nosotros mismos como individuos y como pueblo. Lev Tolstói defendía que las conquistas de la industria que tanta riqueza provocaron a tantos hombres prácticos nunca se hubiesen producido si no existieran antes, mentes locas, desinteresadas, seres pobres, que no pensaron nunca en el utilitarismo sino en otros principios bien distintos.

   No se trata de condenar la química, la física, la ingenierías… pues en la física cuántica hay mucha filosofía, como en la matemática. Se trata de no dejar morir las llamadas carreras o asignaturas de letras. Ellas aportan conocimiento, un baño cultural profundo del que no se debe prescindir. Decía Séneca que cuando quieras calcular el valor verdadero de un ser humano, hay que examinarlo desnudo, despojado de sus cargos, de los engañosos dones de la fortuna para fijarse bien en la nobleza y calidad de su alma, si es enorme por lo ajeno o por lo suyo propio. Se trata, siguiendo a Nuccio Ordine, de defender el afán por investigar sin el objetivo del dinero. Luchar contra la lógica del beneficio, que cuando se aplica a la educación o a la cultura, las estropea.

   Abraham Flexner considera que la vida intelectual y espiritual es, en apariencia, una acción inútil que algunos hombres llevan a cabo por el gusto que de ello obtienen de ese modo y no de otro. Así indica que Maswell o Hertz no inventaron nada, pero sacaron adelante una obra teórica que, aunque parecía que no servía para mucho, todo cambió cuando alguien se percató de que con aquello se abría un campo interesante para nuevos medios de comunicación más allá de la prensa escrita. Es solo un ejemplo.

   Frank Doel remitía, el 2 de febrero de 1951 una nueva carta a Helen Hanff ofreciéndole los Papeles de Sir Roger de Coverley, un volumen de ensayos del siglo XVIII, que incluía otros como los de Chesterfield y Goldsmith. El gusto por lo clásico, por la cultura, por las artes, por las humanidades.  Hanff llegó a formar realmente un tesoro de libros que leía y disfrutaba, enriqueciéndose intelectualmente cada día, en aquellas largas tardes de otoño en la ciudad de los rascacielos. «Y es precisamente tarea de la filosofía el revelar a los hombres la utilidad de lo inútil o, si se quiere, enseñarles a diferenciar entre dos sentidos diferentes de la palabra utilidad». Pierre Hadot dixit.

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