Por las entrañas de la torre de la iglesia de la Veracruz
Obra del arquitecto porriñés Antonio Palacios Ramilo, constituye una ruta vertical de gran atractivo en la villa
JESÚS MANUEL GARCÍA. Subimos a la torre de la monumental iglesia de la Veracruz, obra de Antonio Palacios, en la villa ourensana de O Carballiño. Aunque se trata tan solo de una parte del templo, la torre se basta por sí misma para ofrecer un recorrido denso y espectacular. Como si ella contuviese un mundo aparte, sin salir del magnífico templo del arquitecto porriñés. Cuando nos vamos acercando a la villa, el octógono que corona la torre se presenta con cierto misterio y despierta el interés por llegar hasta allí arriba. Estamos hablando de una construcción de 50 metros de altura. El efecto sorpresa de este monumento cuando doblamos la esquina para caminar por su calle, es siempre impresionante. Cuantas veces se vaya a O Carballiño la capacidad de admiración siempre está fresca.
Aunque es septiembre, el día 3, la mañana está nublada y hace fresco. No podemos subir con manga corta aunque el esfuerzo de circulación vertical pudiera hacer pensar lo contrario. Accedemos al templo por una estrecha puerta secundaria. Ni que decir tiene que la sensación que produce este interior es indescriptible aún hoy, después de visitarlo varias veces. Pero ahora nos interesa solo la torre.
Una vez en el templo, a la derecha, hacia los pies de la nave, hay una puerta de madera tras la que se sube al coro y a la torre. La subida comienza siendo cómoda por los primeros tramos que nos llevan directamente al coro, un espacio bien diseñado por Palacios, con varios niveles y muretes de hormigón, para la colocación de los cantores, y el viejo órgano. Si nos damos la vuelta, tenemos a nuestros pies la original nave de la iglesia, con el apostolado en el arco triunfal que precede a la rotonda. Vemos un tramo de escalera que, curiosamente, no lleva a ninguna parte porque su final está tapiado. Tenemos que entrar de nuevo en el espacio del coro y buscar la puertecilla que da al exterior. Subimos por la derecha y nos encontramos con una pequeña y estrecha puerta de cristal que nos ofrece un primer balcón que apenas se ve desde la calle, porque lo disimula un muro abierto con un óculo sobre cada uno de los tres arcos que forman, en la parte baja del edificio, el porche de entrada solemne al templo.
Desde aquí toda esta estructura vertical se nos presenta todavía más contundente, si cabe. A la izquierda observamos una torrecilla que quiere recordarnos estos elementos defensivos medievales que vemos, sin ir más lejos, en los portales norte y sur de la catedral ourensana. Continuamos la subida, desde aaquí, por escaleras metálicas.
El primer tramo que asciende paralelo al muro del coro, nos lleva directamente al primer piso de la torre, ese que desde la calle vemos en cada fachada con tres grandes arcos divididos cada uno en dos potentes lancetas y sobre ellas, un rosetón generoso que recuerda una flor.
Este espacio cuadrangular es diáfano, amplio y espectacular por sí mismo. Contemplamo la villa, especialmente las fachadas de los edificios infelizmente construidos delante de la iglesia, porque eliminaron la perspectiva del monumento.
Apreciamos los gruesos muros que aquí más bien parecen pilastras porque es un espacio muy abierto. Y esos cuatro macizos con sus estribos escalonados. Las presiones de la torre quedan muy bien contrarrestadas por los contrafuertes que el arquitecto supo aplicar con su diseño tan particular. Si elevamos la mirada, veremos los citados rosetones, las lancetas y cómo la bóveda de este primer piso, a gran altura, se cubre a modo de cúpula con cuatro nervios que convergen en un anillo abierto que nos permite adivinar el cuerpo superior. Y ahora sí que hay que vencer al vértigo para continuar subiendo.
Retomamos la escalera de metal y bien agarrados progresamos hacia arriba por un tramo que sube por la fachada trasera, y se mete en este primer piso, para continuar su ascensión por dentro del citado cuerpo y bajo el rosetón que da también a esa fachada trasera. Es fácil sentir vértigo a pesar de la seguridad de la escalera. Incluso hay cuerdas para agarrarse bien. Antes de subir, desde el primer piso que hemos descrito se accede, por un pasadizo, a una de las torrecillas defensivas, que funcionan como husillo con su escalera de caracol.
Volvemos al interior de la torre y subiendo alcanzamos el cuerpo de campanas, segundo piso. De nuevo desaparece el vértigo porque pisamos suelo firme. Aquí vemos tres campanas electrificadas y en el centro, una barandilla protege el hueco cuadrado.
En las cuatro esquinas del campanario hay huecos ciegos, del tamaño de una puerta, con arcos de medio punto. En el vano donde no hay campana, se puede uno asomar gracias a un balconcillo con la villa a sus pies, y a ambos lados de dicho balcón, el detalle ornamental de Palacios, que desde el nivel de la calle no se aprecia, sendos bloques de piedra que parecen formar hojas lisas. Desde aquí las vistas son mejores pues ya se ve toda la villa.
El campanario se cubre con bóveda de hormigón, pintada de blanco, sin nervios y al centro luce un hueco circular por el que se divisa algo el tercer piso. Desde el campanario prosigue la subida hasta el octógono que corona la construcción. Se trata de un espacio interesante, en el que hay un gran hueco interior bien protegido por un sistema de madera y metal que forman bancos para descansar y mirar, estructura en forma octogonal.
Desde allí podemos pasar a las cuatro torrecillas que bordean esta penúltima parte de la torre. Las perspectivas son encantadoras, pues parecen de un castillo medieval. Son miradores de primera, en los que se aprecia la gracia de las columnas y arcos, con capiteles sencillos. Y la villa abajo… Palacios señala en el proyecto que esos cuatro cubos “perforados de arquillos -último vestigio castrense- con otros elementos almenados, representa el término evolutivo de la recia y característica arquitectura religiosa feudal gallega, que aún deja ver sus trazas en algunas de nuestras iglesias y catedrales de la Edad Media”.
Vemos igualmente los cuerpos que configuran esta magnífica iglesia, una de las más bellas que el siglo XX ha dejado en España. Detectamos el crucero o, en este caso, rotonda, con sus cuatro brazos cortos, sus rosetones, la unión de ese cuerpo con el arco triunfal y este con el primero el cual, a su vez, conecta con la torre.
Desde el lugar alto en que nos hallamos, damos por concluida la ascensión aunque todavía se puede subir al último cuerpo, el más reducido, que corona la torre. Se llega a él por una escalerilla muy estrecha, de caracol, cuyos escalones son barras de hierro. Ese último piso sigue siendo octogonal, con tres huecos rectangulares en cada cara, un elemento muy palaciano también. Es una torre majestuosa, muy bella.
En parte nos hace pensar en las torres del barroco, pongamos el ejemplo de la Torre del Reloj de la catedral compostelana, con sus cuatro templetes y la influencia que esta causó en la de la catedral de Santo Domingo de la Calzada. Al mismo tiempo, la de la Veracruz tiene mucho de neomedieval, pues también recuerda construcciones románicas y góticas, algo propio del regionalismo practicado por Antonio Palacios. Este arquitecto concibió dicha torre como “el Faro de la Fe Cristiana” pues pretendía que llamase con su luz, con el sonido de sus campanas y carrillones, más el sonido del órgano y del coro, a los fieles de toda la comarca.
Esta edificación, según el propio Palacios, es una nueva variante de las torres que previamente había proyectado, “de las que la ya construida de Panjón -Vigo- es el germen rudimentario de la que habrá de construirse en Carballino”. La bajada es más rápida y menos vertiginosa. Pero lo visto y vivido queda grabado en la mente, impacto mágico y espléndido para mejor entender y apreciar tan insigne monumento, auténtico timbre que ennoblece a la villa del Arenteiro. Con razón hay vecinos que aseguran que viendo el edificio cada día le siguen apreciando detalles nuevos.
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