JESÚS MANUEL GARCÍA. De todos es sabido que la belleza puede expresarse en términos matemáticos. Los griegos lo sabían muy bien, pues grandes obras como el Partenón fueron construidas con el misterio y la belleza del número. En este caso, el número Phi por ellos descubierto. Su historia documentada se inicia con el célebre libro de Euclides, Elementos de Geometría, una obra maestra pues ha sido fundamental para el desarrollo de la matemática universal y sigue su emparentamiento, siglos después, con la sucesión de Fibonacci. Es incontable la cantidad de monumentos que contienen la proporción áurea: cuadros, palacios, iglesias, catedrales, tarjetas bancarias, tarjetas de visita….
Thierry de Champris tuvo la feliz idea de escribir un tratado monumental sobre la presencia de la proporción divina en la arquitectura medieval. Así escogió cinco fachadas de otras tantas catedrales góticas para intentar demostrar que esa belleza matemática no es otra cosa que un reflejo de la belleza divina. Pero no necesitamos ir a Francia ni a la Edad Media. Nos quedamos en la provincia de Ourense para ir a ver un edificio prerrománico cual es la capilla de San Miguel, el resto más primitivo que queda del antiguo monasterio benedictino de San Salvador en Celanova, fundado por San Rosendo. Allí se produce lo que en el año 1000 dijo Ibn Al-Haytam en el sentido de que la belleza es una propiedad divina fruto de la proporción y de la armonía. Basta contemplar con detenimiento San Miguel.
Lo primero que nos llama la atención en relación con esta cuestión es lo que nos dice la leyenda grabada en el dintel: “A ti, Dios, te creemos el autor de esta obra”. Tal afirmación solo tiene sentido, dice Roberto Vázquez Rozas, de la Universidad de Vigo, si quienes patrocinaron la edificación de esta singular capilla siguieron con detalle los discursos estéticos de su época, el siglo X, y anteriores. Sostiene Vázquez que a Celanova llegó el conocimiento del Almagesto de Ptolomeo y la geometría de Euclides, que ya se conocían en la Córdoba del siglo X. Y tal sabiduría debió llegar, añade, «por algún especialista musulmán o de algún mozárabe andalusí». El edificio que nos ocupa lo encargaron el propio San Rosendo y su hermano, el conde Frolia. Ambos «vieron que su orientación, técnicas y proporciones eran divinas porque tenían presente la estética carolingia, asturiana y cordobesa», añade Vázquez Rozas. San Miguel de Celanova, que data del último tercio del siglo X, por ser de carácter divino, como se nos dice en el dintel, tuvo que servir de ejemplo arquitectónico de un inmueble que cumple todo lo que de una obra perfecta esperaban los teóricos, señala el investigador.
La capilla se levanta en terrenos del viejo Vilar, que hoy es la actual villa de Celanova, terrenos que fueron cedidos por Froila para hacer un monasterio allá por el año 936, y esta capilla es lo único que nos queda del primitivo cenobio. Roberto Vázquez comprobó que San Miguel, por sus medidas, hace honor a su perfección.
Como decía San Agustín, la belleza de un edificio está en la mutua relación de todas sus partes y esa relación es armonía, proporción y canon, es decir, adecuación a una medida que gravita sobre el número. En este edificio sus contemporáneos veían su fábrica, como señala Umberto Eco, como un reflejo de la virtud participativa de Dios. La capilla está compuesta por tres volúmenes, uno que hace de nave, un segundo espacio central que es un cuadrado en planta, y el ábside. El cuadrado central puede ser el origen de la obra con sus 383,6 centímetros de lado. El lado del cuadrado o módulo central parece ser el doble de la longitud del rectángulo del ábside, que mide 191,5 centímetros de largo por 231 de ancho. Esto hizo sospechar al profesor, pues dichas medidas son similares a las del sistema árabe. «Hay variaciones de tan solo milímetros en los laterales sur y norte del cuadrado central y la diferencia es menor en los laterales sur y norte del rectángulo del ábside, que miden 6 pies árabes, es decir, 191,5 centímetros», señala Vázquez Rozas.
En San Miguel aparece una relación de proporción de 6, 9 y 12 pies árabes que se corresponden respectivamente con el ábside, la nave y el espacio cuadrado central. «Si la longitud del cuerpo del ábside es la mitad del lado del cuadrado central, el volumen exterior de la nave o primer espacio tiene una longitud de tres cuartos del lado del cuadrado o espacio central», señala el autor del trabajo. En todo momento se cumple lo que años atrás avanzó el profesor Manuel Núñez, es decir, que San Miguel posee una arquitectura basada en leyes matemáticas y proporcionales.
Vázquez asegura que las proporciones del alzado exterior responden a los principios de la sección áurea, tal como la exponía Euclides allá por el 300 antes de Cristo. Aparece el rectángulo áureo, construido a partir de la base de 6 pies árabes si consideramos la altura total del cuerpo del ábside incluyendo el tejado. «Esa medida es la mitad exacta de la altura máxima del edificio», indica el autor. El cuerpo central de este pequeño edificio religioso presenta un friso a la altura de los modillones «y su altura queda marcada desde la prolongación áurea del cuerpo de la nave». El investigador considera que tan singular edificio lo diseñó y empezó a construir un técnico andalusí que dominaba la cantería y la geometría imperante en la Córdoba de aquellos tiempos próximos al año mil. Este hombre levantó la capilla hasta la cuarta hilada, pues a partir de ahí se advierte una mano ajena, que no respeta los cuidados técnicos del primer maestro, como demuestra la presencia de sillares desiguales, tampoco son iguales las troneras y se añaden al edificio contrafuertes que nos recuerdan la arquitectura asturiana. La capilla ciertamente se nos muestra elegante en el exterior, y toda la piedra que exhibe en sus tres volúmenes simbólicos contrasta con la sencillez del espacio interno.
Cada una de las tres partes del oratorio está cubierta con tres bóvedas distintas. La pequeña nave tiene bóveda de herradura que arranca de una imposta simple. El espacio central está cubierto por una bóveda de arista que arranca de cuatro arcos los cuales parten de modillones de rollo ubicados en los muros oriental y de poniente. El espacio absidal se cubre mediante bóveda peraltada cuya sección es de herradura y se divide en casos, que alternamente van realzados. Y le precede un arco de herradura de gran belleza.
Las ventanas en este pequeño edificio son saeteras pero el juego de la luz como símbolo se desarrolla bien ya que por el ábside penetra la luz del amanecer inundando de claridad el reducido espacio arquitectónico, simbolizando la luz de Cristo. El arco que permite acceder al ábdise ha sido comparado con el de la Mezquita de Córdoba pues como aquel posee grandes dovelas muy bien asentadas y está enmarcado por un alfiz. En el pavimento pisamos losetas de cerámica que hacia el ábside, en el segundo cuerpo, se muestran vidriadas con motivos vegetales. Todo en estos poquísimos metros cuadrados es perfecto, bello, un microcosmos cerrado en su significado pleno que tanto se repetirá en la construcción religiosa medieval.
En este oratorio se produce cada año un hecho singular en los equinoccios a la salida del sol, en primavera y en otoño. Así, desde el interior del ábside, mirando por la saetera, el sol despunta sobre el monte de San Cibrao lo que hace que la cabecera de la capilla en su exterior, parece arder en una hoguera invisible, como nos cuenta David Gustavo López en su obra en la que emparenta a San Miguel de Celanova con Santiago de Peñalba en El Bierzo, sosteniendo que ambas iglesias son de un mismo autor, considerando la obra de Celanova como una reproducción en miniatura del templo berciano. Soraluce Blond señala que durante siglos parece que las actuaciones restauradoras de la capilla se centraron en sus enfoscados, pintura interior y las cubiertas de teja curva, no apreciándose al exterior daño importante. Así, en el año 1610 Castellá Ferrer decía que la capilla celanovense estaba tan nueva como el primer día.
Desde el 12 de abril de 1923 es Monumento Nacional y de 1931 es el informe sobre la necesidad de restaurarla en septiembre de dicho año. El arquitecto Alejandro Ferrant hizo el proyecto al tiempo que también trabajaba en la cercana iglesia de Santa Comba de Bande. Drenó el exterior, retiró la capa de cal de los muros interiores y encontró pinturas, de las que habla Gómez Moreno. Ferrant rebajó el pavimento interior. Esas pinturas consistían en una línea roja el despiece de sillares.
Acabada la Guerra Civil hubo dos campañas de restauración en 1953 y 1954 a cargo de Luis Menéndez Pidal la primera, y de Francisco Pons-Sorolla la segunda. Había que eliminar el porche que tenía la capilla en la entrada, mejorar la cubierta, limpiar muros y levantar el pavimento del nartex. Pons-Sorolla saneó el entorno mediante drenajes y colocó especies vegetales. Hoy la capilla continúa en su discreto lugar, a la sombra de la gigantesca mole del monasterio que le sucedió. Y allí, en la tranquilidad que la rodea, el visitante puede ver una de las joyas del arte de repoblación más importantes de España.
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